“Recortei a luz da lua
E colei num papelão
Escrevi assim ’sou suo’
E te fiz um coração”
El primer amor siempre es delicioso, y siempre duele.
A mí me cagaba esa canción.
En los noventas tempranos, yo tenía muy poca carne en los huesos, y
cuando la conocí, tenía bastantes pecas y todavía no me habían quitado
los frenos.
Sabía que no le gustaba. No como yo hubiera querido. Primero pensé
que le caía mal, pero después me di cuenta de más bien no me prestaba
atención: una parte de ella vivía en su propio mundo, para el cual se
necesitaba boleto, un boleto que no se podía vender ni comprar: había
que ganárselo.
Era bonita. Tal vez mucho más bonita que otras que causaban más
sensación. Pero después de conocerla te dabas cuenta de que sus senos,
bastante grandes para una adolescente de doce años más desarrollada que
sus compañeras, eran un engaño: Elizabeth era todavía inocente. No le
gustaban los niños. La adolescencia la sorprendió en un momento en el
que ella quería seguir siendo como era, y creyendo en la gente. Hasta en
personas como yo, que la soñaban en un mundo en el que ella se resistía
vehementemente a ser transportada.
“Encontrei você na rua
você nem deu atenção
eu não sei qual é a sua!
coração de papelão…”
Me di cuenta de que los lentes que necesitaba para leer, que yo
odiaba, resultaban atractivos para algunas niñas, y que los cambios que a
mí me preocupaban y me avergonzaban, a los ojos de ellas me iban
haciendo más hombre. En la escuela comencé a escuchar rumores de que tal
o cuál niña empezaba a fijarse en mí. A verme de distinta manera. Pero
yo solo pensaba en ella. En ella, que no tenía lugar para mí en su
mente.
A esa edad nadie sabemos mucho en realidad de religión, pero la
rebeldía viene sola hacia cualquier cosa que te impongan, y yo empecé a
negarme a ir a misa. Por supuesto, eso terminó cuando la vi salir de la
iglesia, sonriendo y platicando con su abuela, amiga de la mía,
envueltas ambas en una felicidad que yo quería compartir. Y mi mamá,
poco después de algún tiempo, comenzó a preguntarse por qué yo ya no
rezongaba cuando me mandaba con mi abuela los fines de semana, que antes
le correspondían a mi papá, antes de que se fuera de la ciudad.
La veía desde lejos, y ella ni siquiera me notaba.
A pesar mío empecé a arreglarme cuando sabía que iba a verla. Mi
hermano se burlaba un poco de mí y mi hermana, complacida de que ya no
me ponía pesado para que quitara sus canciones azucaradas, primero no se
dio cuenta de nada, para después, en un momento, adivinarlo todo. Era
fácil reírse, no sabían lo que les esperaba cuando tuvieran mi edad, y
tuvieran que tener cuidado con su voz (porque es evidente que a las
mujeres también les cambiaba, aunque sin cruzar de tal manera el valle
de la vergüenza), y miedo del acné, e inseguridad, y fobia del
ortodoncista.
“Me siento mejor que mis amigos”, pensaba. “Elizabeth, por qué no
volteas a verme? Por qué no me das importancia, por qué me haces sentir
así?”
“Então chorei
E até pensei
Amor assim p’ra quê?”
Entonces llegó alguien más.
Megan era gringa, y eso elevaba su status. Nuestro inglés de colegio
dizque bilingüe de niños popis parecía de programa de la barra “cómica”
de Televisa cuando hablaba con nosotros e intentábamos responderle. La
verdad es que yo también quería parecer cool a su lado. Según
nosotros sabíamos muchas cosas, pero ella, a sus dieciséis años, les
daba cátedra a los quesque grandes del fútbol sobre la vida. Ni se diga a
mí, que aunque me veía (por lo menos en mi mente) más grande, apenas
tenía trece. Evidentemente, o las chavas de Estados Unidos estaban mucho
más adelantadas, o también allá, Megan era de las avanzaditas de su
clase.
Yo no despegaba el oído aunque estuviera en otra conversación. Quería
saberlo todo. Pero por lo menos algunas cosas había aprendido de mi
papá. Si no eras cabrón, había que tratar de serlo, o por lo menos,
parecerlo. Pero al mismo tiempo, combinarlo con un toquecillo de
romanticismo. Eso hasta a Megan la tenía que desarmar. Y lo hizo. Mi
fachada de niñete bravucón, con un piquetillo de sensibilidad aquí y
allá, combinado con la ilusión de que “me ablando porque eres tú”,
resultaban bastante buenas para abrir casi todas las puertas. Hasta las
difíciles. Hasta las de Megan.
Las difíciles, quise decir. No las imposibles. Mientras Megan se
acercaba a mí, Elizabeth seguía sin quererme. Mientras mis logros
empezaban a ser notados, y Megan parecía interesada, sucedían otras
cosas, en mi mente, de mayor importancia: había empezado a hablar con
Elizabeth, que había pasado, según todos, al status de bonita, pero no
dispuesta, y llegado al punto en que casi nadie hacía esfuerzos por
conquistarla, porque estaba en otra cosa. Solamente algunos idealistas,
usualmente clasificados como feos o nerds no se habían dado cuenta y
seguían intentándolo. A ella (ella) le gustaba que yo supiera hablar
portugués. Después me enteré que ella creía que era poco atractiva
cuando comenzaron a interesarle los hombres, y ya nadie la buscaba. All
right, eso, y además que tenía cara de mamona.
Y cuando estás en lo tuyo, literalmente, interesado en lo que a ti de
verdad te interesa, es que las personas caen con más facilidad. Todos
se preguntaban quién sería el afortunado. Y fui yo. Y ni siquiera tuve
que hacer tanto esfuerzo: Megan me besó como nunca a mi corta edad me
habían besado, en el campo de fútbol, frente a todos, e inmediatamente, a
los ojos de las decenas de adolescentes que miraban, subí, no uno, sino
diez escalones.
Los adolescentes podemos ser muy pendejos.
“Meu bem, não sei
fingir que nem te olhei
sempre quis
namorar
com você
(meu amor, sempre quis namorar com você…)”
Empecé a andar con Megan para ver si a Elizabeth le daban celos, y
después seguí porque me gustó, porque sí. Elizabeth ni siquiera le dio
importancia al asunto, como si en su vida aquello no fuera relevante, y
decidí que sería una gran idiotez seguir peleando una batalla perdida
cuando en mi mano estaba la llave que muchos habían deseado.
Todavía me faltaban un par de meses para cumplir los catorce, aunque a
Megan le decía que para los quince, cuando tuve, con ella, mi primera
vez. Ella ya lo había hecho, con güeyes de su edad, y hasta del college,
pero nunca con alguien más chico que ella, lo que me hizo sentir
importante, aunque nunca se lo dije. Me enseñó muchas cosas que aún me
siguen sirviendo, porque Megan no nada más era puta: era la reina de las
putas, la más popular. Una vez le llamó por teléfono su ex de dieciocho
años desde Texas, y yo, alegrándome por primera vez de los cambios en
mis cuerdas vocales, le menté la madre. Y a su lado, aunque me esforcé
por que no lo advirtiera, aprendí muchas cosas. Aprendí que a las chavas
de senos grandes les gusta que se los alabes, aunque ellas los den por
sentado, porque aunque a veces se acomplejen en la adolescencia
temprana, la mayoría acaban sintiendo que tienen algo más que las demás,
una ventaja sobre las otras. Aprendí, con la no tan fina cintura de
Megan (y con su vagina, que yo, primerizo, no noté que no era
precisamente la más cerrada, hasta que a ella se le escapó decírmelo),
que a todas, absolutamente todas las mujeres, quizá como a nosotros, les
gusta que aprecies sus fortalezas – y creer que ellas te prenden tanto
(a ti y al grueso de los hombres) , que hasta valga la pena pasar por
alto sus debilidades. Tanto, que hasta parezca que en realidad son cosas
que a tí (una vez más, y al grueso de los hombres), no te importan
demasiado. Aprendí que todos queremos sentirnos especiales frente a
alguien deseable, y el valor de estas dos cosas: hacer sentir al otro
como alguien especial, pero al mismo tiempo, mostrarte a ti mismo como a
alguien respetable. Si es posible, deseable. Estar en la mira de
alguien codiciado tiene importancia doble en la escala del deseo.
Primero, te hace sentir especial por lo que eres. Segundo, te proyecta
como alguien deseable y especial ante los demás. Revalida tu estatus de
persona especial. Una vez más, por lo que eres. Y sentirnos especiales, y
además, que los demás lo sepan, es algo que a todos, o por lo menos, a
la mayoría, nos desarma.
“Se essa rua fosse minha
Eu mandava ladrilhar
Com o brilho dos seus olhos
Só pro meu amor passar”
Como sabía que tenía que suceder, Megan se fue. Pero las cosas habían
cambiado. Dana, la chava más bonita y con más pegue de todas (también
un poco mayor que yo) estaba, para entonces, enamorada de mi, o más
bien, de lo que yo aparentaba ser, aunque después se enamoró de las dos
cosas. Y yo la complací. Dana me entregó a mi su preciada virginidad, y
yo llegué, en cierto modo, a quererla, aunque una parte de mí seguía
preguntándose si hubiéramos llegado a estar juntos si nos hubiéramos
visto como éramos, sin las luces de la reputación que nos precedía y la
popularidad y los rumores que nos rodeaban, y también me preguntaba si
en realidad la totalidad de mi había llegado a quererla. Me convertí en
objeto de deseo, y se me subieron los humos, aunque dentro de mi sabía
que no era necesario que la vida tratara, a golpes, de bajármelos.
“Se essa rua fosse minha
Eu mandava ladrilhar
Com o brilho dos seus olhos…
Só pro meu amor passar…
Só pro meu amor passar…”
Este relato ha terminado, y quiero decir algo aunque buena parte de
este relato no es ficción. Elizabeth de verdad existe, y es hoy una
mujer adulta. Sé que sus senos llegaron a alcanzar la talla 36DD. Y sé
que la mitad de su mente y su corazón siguen en este planeta, y la otra
mitad, en su propio mundo.
Música: “Coraçao de Papelão”, Turma do Balao Magico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario